La historia ya nos ha demostrado que, las crisis económicas, no suelen anunciarse con fanfarrias. Llegan silenciosas, disfrazadas de estabilidad, y solo cuando los cimientos empiezan a crujir comprendemos que el edificio entero está en riesgo. Y su eco resuena, fuerte y claro, desde Washington hasta Bruselas.
Durante décadas, hemos prrsenciado como los gobiernos han tratado la deuda como una herramienta mágica: una forma de financiar gasto sin subir impuestos, de sostener el consumo, de evitar el coste político del ajuste. Pero la anestesia se está agotando.
La deuda pública total de Estados Unidos ha alcanzado ya un récord de 37,9 billones de dólares, con un aumento de 400.000 millones en solo un mes, lo que equivale a 25.000 millones por día. A este ritmo, el país superará los 40 billones en 2026.
Europa, por su parte, no está en mejor forma. Francia, Italia y España, con deudas que rozan o superan el 100 % del PIB, han optado por el mismo remedio: endeudarse más para mantener la ilusión de crecimiento. Alemania, la locomotora industrial europea, ve cómo su industria se desacelera y cómo su modelo energético se tambalea tras la crisis del gas ruso.
La consecuencia es obvia: el euro pierde su carácter de refugio. Con unas pensiones que absorben la mitad del presupuesto en algunos países y un envejecimiento poblacional acelerado, el margen fiscal desaparece. No hay energía barata, no hay productividad creciente, y el déficit estructural se convierte en norma.
Estamos, pues, ante lo que algunos economistas ya llaman la tormenta perfecta. La deuda descontrolada, la pérdida de hegemonía del dólar, la desindustrialización europea y la escasez de recursos dibujan un escenario que muchos prefieren ignorar.
Discutimos sobre el “sexo de los ángeles” —reformas menores, debates culturales o políticos de corto alcance— mientras se aproxima un meteorito económico de dimensiones históricas. La próxima crisis no será una simple recesión: será una reconfiguración del orden económico mundial.




